El ajuste, las organizaciones sociales y la creciente influencia del narcotráfico: cómo el gobierno de Milei logró contener la protesta en plena recesión

El gobierno de Javier Milei, enfrentado a una de las recesiones más duras de los últimos años, ha tenido que implementar medidas extremas para contener el malestar social, y en ese proceso, la relación con las organizaciones sociales y las dinámicas del narcotráfico han cobrado un nuevo protagonismo.
Con una economía en picada y una inflación que pulveriza los salarios, Milei ha optado por un enfoque de mano dura. A la par de su ajuste económico, que ha llevado a la caída del poder adquisitivo de la clase trabajadora, el gobierno ha reforzado el uso de protocolos represivos y ha impulsado cambios normativos que limitan las protestas sociales. Estos cambios no solo buscan apaciguar el descontento, sino también evitar que los movimientos sociales, otrora motores de lucha en momentos de crisis, sigan jugando el papel que tradicionalmente han ocupado: el de contener a los más vulnerables y organizar la resistencia.
El recorte de planes sociales y el debilitamiento de las organizaciones sociales, que antes ofrecían no solo asistencia sino también una estructura de apoyo en los barrios más empobrecidos, ha creado un vacío en el que las redes del narcotráfico están tomando protagonismo. En un contexto donde el empleo formal es escaso, las bandas organizadas se han convertido en una opción laboral para los más jóvenes de barrios marginales. Estas redes, además de generar ingresos a través de actividades ilícitas, están comenzando a reemplazar a las organizaciones sociales en cuanto a la provisión de ayuda directa. Los bolsones de comida, la distribución de dinero en efectivo y hasta el trabajo informal, todo empieza a ser canalizado por el narcotráfico, que ahora tiene un control más profundo en territorios que antes eran dominados por las organizaciones comunitarias.
El gobierno, por su parte, no ha tenido más opción que reconocer esta nueva realidad, y la única salida que le queda para evitar que el desborde social se convierta en una ola de protestas masivas es el crecimiento y la expansión de estas redes delictivas. Al no poder generar empleo formal suficiente ni mantener las ayudas sociales tradicionales, la opción de dejar que el narcotráfico ocupe ese espacio parece ser la única forma de contener el descontento.
Esto, a su vez, genera una contradicción profunda en el discurso oficial. Durante años, los sectores más conservadores y el propio gobierno de Milei acusaban a los planes sociales de “atentar contra la cultura del trabajo”. Sin embargo, ahora, con millones de personas empobrecidas y sin posibilidades de acceder a un empleo digno, lo que parece ser una amenaza mucho mayor para esa misma cultura es la expansión del narcotráfico. Las organizaciones criminales, que antes se mantenían a la sombra, ahora no solo proveen de sustento a sectores empobrecidos, sino que empiezan a configurar una nueva economía paralela donde la ilegalidad y la violencia son moneda corriente.
Este panorama marca un giro en la política social del gobierno de Milei, que no ha dudado en priorizar los intereses del capital financiero y la estabilidad económica a costa de la destrucción del tejido social. Mientras se niegan a reconocer que la recesión ha destruido millones de empleos, lo cierto es que las únicas estructuras que están logrando sobrevivir son las redes criminales, que operan sin el mismo freno que la ley debería imponerles. Así, el narcotráfico empieza a ocupar el espacio que el Estado ha dejado vacío, mientras los pobres se ven abocados a sobrevivir en un sistema donde la ilegalidad no solo es una opción, sino una necesidad.