Un Estado sin urnas: el proyecto autoritario de Javier Mile

Por Gastón Pezutti*
Desde su irrupción en la escena pública, Javier Milei se presentó como un cruzado contra la casta, un anarcocapitalista dispuesto a demoler el Estado desde sus cimientos. Pero a cinco meses de haber asumido la presidencia, quedó claro que su verdadero objetivo no es reducir el tamaño del Estado, sino neutralizar cualquier mecanismo que lo someta a controles democráticos.
Milei no es enemigo del Estado. Administra con mano firme la caja pública, distribuye recursos a discreción, nombra sin pudor a familiares y amigos, y despliega una fuerza represiva centralizada como no se veía desde los años ’90. Su gestión no desmantela el poder estatal: lo concentra. Y lo hace vaciando los canales institucionales por donde circulaba, imperfectamente, la deliberación democrática.
El Presidente no discute con el Congreso: lo ningunea. No rinde cuentas ante la prensa: la ataca. No reconoce legitimidad a las universidades, sindicatos ni organizaciones sociales: las acusa de mafiosas o parasitarias. A los gobernadores los amenaza. A los legisladores que votan en contra, los escracha. A la Justicia, la ignora si no le da la razón.
El programa de ajuste brutal que implementa no fue debatido ni votado en campaña. El DNU 70/2023, con el que intentó reconfigurar la vida económica y social del país, avanza sobre competencias del Congreso de un modo inédito. Su famosa “Ley Bases” es un cheque en blanco al Poder Ejecutivo. Y si no logra imponerla, no cambia el rumbo: redobla el chantaje, culpando al Parlamento, a las provincias o a “la política” de todos los males.
La democracia no se reduce al voto cada cuatro años. Supone límites al poder, división de funciones, participación social, derecho a la protesta, prensa libre, justicia independiente. Todos esos pilares están bajo ataque.
En una entrevista realizada por Luciana Geuna en el programa Verdad Consecuencia (TN, agosto de 2021), Javier Milei fue consultado de forma directa: “¿Usted cree en la democracia?”. La respuesta esperable, al menos desde las formas, habría sido un “sí” sin matices. Pero Milei evitó afirmarlo. Dudó, se mostró incómodo y contestó: “Yo creo que la democracia tiene muchísimos errores”. En lugar de desarrollar una defensa del sistema representativo, apeló al llamado «teorema de imposibilidad de Arrow», una formulación matemática que demuestra que no existe un sistema perfecto de votación que logre transformar preferencias individuales en una decisión colectiva sin contradicciones internas.
El teorema —enunciado por el economista Kenneth Arrow en 1951— señala que todo sistema de elección presenta limitaciones a la hora de reflejar con total fidelidad la voluntad del conjunto. Pero Milei lo utiliza como argumento para poner en duda no un método, sino la legitimidad misma de la democracia como forma de organización política.
No es casual. La democracia incomoda cuando funciona. Cuando permite que las mayorías impongan límites a los privilegios históricos. Cuando habilita discusiones sobre la distribución del ingreso, los derechos laborales, los impuestos, el acceso a la salud o la educación. Cuando empodera a sectores que durante décadas fueron silenciados o subordinados. El poder económico más concentrado prefiere un orden donde las decisiones se tomen lejos del conflicto social, sin parlamentos ni sindicatos, sin cortes de calle ni movilizaciones, sin periodistas críticos ni universidades públicas. Por eso hay quienes ven en la democracia no una solución, sino un estorbo.
No fue un desliz técnico, sino una declaración de fondo. Milei no cree en la democracia porque no cree en el disenso, en el equilibrio entre poderes ni en la participación de las mayorías. No cree que la sociedad deba regular al mercado, sino al revés. Para él, la libertad es una consigna absoluta, desvinculada de toda noción de igualdad o justicia social.
Milei no quiere menos Estado: quiere un Estado sin democracia. Un aparato vertical, obediente, sin contrapesos. Un instrumento de imposición, no de negociación. Un fusil, no una urna.
Detrás del disfraz libertario se esconde el viejo autoritarismo de siempre: el que ve en la política un estorbo, en los derechos un privilegio, y en el pueblo una amenaza. Lo que está en juego no es el tamaño del Estado, sino la sobrevivencia misma de la democracia argentina.
*El autor es escritor.