El recital de Milei: una jugada exitosa para reconquistar al único público que puede recuperar

El recital-acto de Milei en el Movistar Arena fue una movida que logró mucho más de lo que aparentaba. No fue sólo un show sino una declaración de campaña con la música como lenguaje, y funcionó reconectar con partes de sus votantes: el sector juvenil que en las últimas elecciones estuvo ausente o perdió el interés. Si además sirvió para reafirmar su identidad política o revitalizar su imagen pública ante otros públicos, fue pura yapa.
Desde la entrada, el evento se inscribió en una narrativa simbólica: Milei apareció como estrella de rock, caminando entre la gente, vestido de negro, adoptando gestos propios del espectáculo musical. En vez de un mitin clásico, se presentó un concierto con clásicos del rock argentino, discursos políticos entre tema y tema, violentísimos videos con imágenes simbólicas y una puesta visual cargada de intencionalidad ideológica.
Esa estrategia tenía un objetivo central: volver a entusiasmar al voto joven, el único segmento donde todavía conserva adhesión y donde el desencanto puede revertirse con símbolos, gestos y espectacularidad. El oficialismo sabe que no puede captar ni recuperar otros votos fuera de ese nicho. Gran parte de su electorado original —adultos, profesionales, votantes de clase media— ya no le cree, no le perdona la sensación de traición: haberse convertido en lo que él mismo prometió destruir, o en algo peor. Ser, a los ojos de muchos, una nueva forma de casta: una que es despiadada, nada empática, soberbia, cursi.
Por eso el show fue pensado para quienes todavía pueden verlo como algo distinto, disruptivo, ajeno a la política tradicional. El lenguaje fue la música; el mensaje, emocional. Se trató de reconstruir identidad más que de explicar gestión.
El formato, novedoso, fue percibido por muchos como efectivo: logró un momento de fuerte visibilidad, viralización mediática y debates en redes. El contraste entre las luces del estadio y las críticas del exterior reforzó la polarización, y los medios internacionales interpretaron el evento como una jugada simbólica más que cultural.
Pero también hubo un costo evidente. Críticos definieron el acto como un “recital viejo y repetido”, una puesta en escena desconectada de las urgencias sociales. Hasta los periodistas más ensobrados por el oficialismo lo calificaron como un evento electoral disfrazado de espectáculo, señalando que frente a los problemas económicos que atraviesa el país —y en medio del escándalo Espert— la iniciativa podía volverse contraproducente. También hubo burlas internacionales, que interpretaron el show como una fuga simbólica de la realidad. «Vive en otro plantea. Con los problemas que tenemos no debe tranquilizar a la sociedad lo que vio anoche. Espero que reflexiones este señor. Si sigue actuando de esta forma, si sigue con esta dificultad para sintonizar con la realidad, vamos a tener problemas», decían, palabras más palabras menos. Pero nada de eso les importaba e importó a los que montaron el show. Ya tenían claras las consecuencias negativas, pero no tenían problema.
Aun así, ese contraste —aplaudido por unos, ridiculizado por otros— fue deliberado. El acto buscó provocar, reactivar conversación, convertir la política en espectáculo. Y en ese sentido, cumplió su función: pretendió recuperar parte del electorado. El único que podía. El núcleo joven que votó a Milei porque le parecía gracioso, loco lindo, rockero, gritón, violento. El joven que sufría bullying y con el tiempo se convirtió en el hombre más importante del país y desde ese lugar se toma venganza, y le dedica cada uno de sus éxitos a quienes lo maltrataron de formas que no se pueden decir por estos medios. Habría que buscar a los amigos con los que jugaba al futbol el presidente para ver qué recuerdan de ese joven Milei. Quizás sea una tarea difícil encontrarlos.
Milei ya no compite por los votantes moderados ni por el electorado de centro. Perdió credibilidad entre quienes lo apoyaron esperando una ruptura con la “casta” y hoy lo ven rodeado de los mismos sectores, con los mismos métodos y con un discurso que, aunque sigue siendo ruidoso, suena cada vez más vacío frente a la realidad económica.
Por eso el show no fue un gesto improvisado: fue una necesidad política. El gobierno eligió hablarle solo a quienes todavía pueden emocionarse, no convencer. En términos de marketing político, la música reemplazó al argumento.
El recital de Milei fue una jugada audaz, pero también una confesión: la de un liderazgo que ya no puede reconstruir confianza fuera de su público más fiel, y que elige apostar a la estética y la épica antes que a los resultados.
En definitiva, sirvió para lo que fue diseñado: atraer a los jóvenes que alguna vez lo votaron pero que ahora están en otra. Pero también dejó al descubierto un límite político evidente: el de un gobierno que se sostiene más en el show que en la gestión, y que sólo puede convocar desde la emoción porque perdió la credibilidad del resto.