Más proyecto y menos dispersión karateca
Nota de Opinión Natalia Jañez
Si tuviéramos que utilizar un término para resumir la política
Argentina, indudablemente sería el de “fragmentación”. Desde
luego, si alguien quiere decir división, desunión, peleados o hasta
enquilombados, no nos sería posible realizarle ninguna objeción:
estamos hablando exactamente de lo mismo.
En nuestro país estamos empezando a comprender que las crisis
económicas responden a problemas sociales que exceden a un
ministerio en particular o a un problema técnico concreto. Existe
insistentemente en nuestra idiosincrasia una resistencia por los
finales definitivos. Es un poco como dicen los chicos de hoy: “la
toxiqueamos”.
Hay una relación entre la sociedad y la política que nunca termina
de darse, o cuando se da vive un romance intenso y derrochón que
más temprano que tarde termina en un pozo depresivo. Exaltamos
la pasión sin entender, como decía aquella clásica canción que...
“no se puede vivir del amor”. ¿Podemos dejar de sentir? ¡Jamás!
Pero si desde el inicio nos declaramos esclavos de nuestras
pasiones las posibilidades de pensar, de crear y de buscar juntos un
futuro serán cada vez más lejanas.
Insistentemente criticamos desde la oposición el internismo
furioso y fanático que practican cada semana con mayor
intensidad en el gobierno nacional (y en otros también…), pero
luego aparece una dirigente ofreciéndole a un funcionario de su
propio partido romperle la cara (especulamos que con habilidades
propias del karate o símil), porque le dijo algo que no le gustaba en
algún programa de televisión. ¿Era para tanto? Absolutamente no.
¿En qué lugar nos ponen estas escenas tan cuestionables? ¿Qué nos
dicen de lo que nos pasa como oposición, como ciudadanos, como
aspirantes a conducir el país el año que viene? Entendemos que
mayoritariamente nos indican que Juntos por el Cambio necesita
una urgente autocrítica. Y decimos urgente no tanto por la
gravedad que puedan tener estos episodios (de los que la dirigente
es sólo un ejemplo entre muchos), sino por la proximidad de las
elecciones y la evolución de la coyuntura.
Si tuviéramos que buscar a su vez, una palabra para describirnos
como oposición, otra vez responderíamos con seguridad aunque
con otro término: sobreactuación. Si quisiéramos ponernos más
en sintonía con la cultura del análisis político, tendríamos que
decir entonces que como oposición no estamos captando qué tipo
de fenómeno es el de Javier Milei.
El economista no suma políticamente por la positiva, ni tampoco
por el lado ideológico. Si quisiéramos abusar de nuestro
argumento, hasta podríamos afirmar que ni siquiera suma por la
negativa. Milei responde a un fenómeno que es de carácter
eminentemente social: la decepción de la política. Está montado
sobre una ola de indignación y descontento que él no construyó,
que no puede alimentar y que tampoco puede representar.
Es muy sabido que la evolución electoral de esta nueva
ultraderecha argentina, va siempre al ritmo de la pérdida de
confianza de nuestra sociedad sobre la capacidad de la política para
darnos alguna guía sobre el futuro. A mayor desconfianza sobre la
política y sobre nuestras posibilidades de construir un futuro que
nos encuentre mejor que en este presente, crece la posibilidad de
un candidato que expresa con mucha precisión ese sentimiento: lo
anti-casta.
Hay un nivel muy profundo que tiene que ver entonces con la
política, pero existe otro más mundano donde lo que observamos
es a “los políticos”. ¿Cuál es entonces el defecto estructural de esta
nueva ultraderecha? Que sólo puede canalizar la bronca contra los
políticos: por eso se dedica más al show que a la construcción de
una alternativa. Lo que no puede hacer, justamente por su origen
y su deficiente conceptualización de la situación, es hacerse cargo
de la recomposición política que la sociedad necesita.
Ninguna sociedad puede ser posible sin política: este es el error del
mileismo. En el otro extremo tampoco es cierto que todo sea
político: ahí es donde se equivocan los kirchneristas. Lo que
necesitamos es buscar un equilibrio entre estas dos expresiones
que nos permita ubicar dónde empieza lo público y lo estatal, y
dónde vive y se amplía la capacidad y el derecho de cada persona
para realizar su propio proyecto de vida.
Lo otro que necesitamos aportar como oposición en una
autocrítica de los errores que venimos imitando, es salir de la
agenda de problemas para entrar en la dimensión de un proyecto.
No sirve seguir enumerando eternamente problemas que ya todos
conocemos: hay que dar una respuesta clara acerca de cómo
concebimos la sociedad que puede superar esto. Nótese que
hablamos de la sociedad que es necesario visualizar, y no de un
programa de gobierno.
¿Cuál es la diferencia? Un proyecto de sociedad consiste en la
dirección que como pueblo entendemos que tenemos que tomar.
Un programa en todo caso, lo que resuelve es cómo transitar
mejor ese camino. El proyecto nos dice a dónde tenemos que ir, el
programa cómo vamos hacemos para llegar.
Con Alfonsín (por ej.) el proyecto era la democracia, el programa
estaba en las instituciones. Simple y claro: todo el mundo entendía
de qué se trataba el discurso político en aquel entonces. Nuestra
mejor forma entonces de hacer la autocrítica que necesitamos hoy,
es buscar el proyecto de país y el programa para lograrlo. Es
una tarea que efectivamente entra en el nivel de lo histórico, y que
probablemente nos encuentre más de una vez con el corazón
apretado contra el pecho: pero ahí se resuelve nuestro destino. No
podemos escapar y muchísimo menos perder el tiempo con peleas
estériles.
Cuando la política se trata de los dirigentes estamos
indudablemente en el terreno de la oligarquía (como muy
claramente ya lo señalaban los antiguos griegos), pero cuando se
trata de las mayorías y de los problemas que tenemos en común
estamos entonces en el terreno de la democracia, de la república y
de lo mejor que puede aportar la política a una sociedad: cómo
superar esos problemas como comunidad.
Necesitamos calibrar mejor lo que está pasando en este otro lado
de la vereda no peronista, y recordar aquello que solía decir
insistentemente Max Weber: “el peor enemigo de un político es su
propio ego…”